
Hasta hace poco más de cien años la mayoría de las personas vivían en pueblos y aldeas, y casi todo lo que les importaba ocurría dentro de ellas.
No debía de ser muy agradable porque cien años más tarde casi toda la humanidad prefiere la ciudad como hogar.
Mientras tanto, la globalización y los medios nos han conectado a docenas, cientos, miles de millones de personas; todo lo que hoy tiene relevancia social nos afecta en masa.
Y en consonancia, si deseamos que nuestra literatura importe, aspiramos a llegar a un público, es decir, a una multitud de desconocidos.
Las redes sociales, que están transformando la raíz de nuestras relaciones e identidades, apuntalan esa lógica: hoy cualquiera por su cara bonita aspira a amasar miles de seguidores.
Se suma a lo anterior que el soporte fundamental de la literatura sigue siendo el libro. Comercializado a través del mercado editorial, necesita un número alto de compradores para que su producción salga rentable.
En resumen: la masificación de nuestro mundo, las leyes del mercado y la reciente influencia de las redes sociales han provocado que aspiremos a un número alto de lectores, y los veamos más como eso: un número.
Cuando los lectores ya no son sentidos como una presencia humana, sino entendidos como un valor, ya solo nos relacionamos con la cantidad, no con los seres que la conforman.
En el momento en que dejamos de captar a los que nos atienden como personas con cara y nombre, y pasan a ser 117 o 3238, la experiencia vital de la comunicación cambia.
Tiene que ver con la falta de presencialidad. Se ve claro en la diferencia entre las emociones que te provoca protagonizar un evento y las que te provoca sacar una publicación.
En un evento, cuando sientes delante a diez, cuarenta o cien personas escuchándote en una conferencia o actuación, sientes un estímulo inmediato para hacer un buen esfuerzo de comunicación.
En cambio, en una publicación, cuando los rostros desaparecen, dejamos de tener una percepción sensorial de la humanidad de nuestros receptores y estos pasan a ser público, es decir, un número. Y cuando cambiamos diez rostros atentos a nosotros durante una hora por el número 10 en una estadística de blog, una red social o un informe de ventas, ese estímulo vivencial no se da.
Cuando los lectores ya no son sentidos como una presencia humana, sino entendidos como un valor, ya solo nos relacionamos con la cantidad, no con los seres que la conforman.
Hoy en día es muy difícil escapar a esta forma de valorar los resultados de nuestra escritura; cualquier escritor “profesional” te contará lo mucho que aprecia que acudan sus seres queridos a las presentaciones de sus libros, o la interacción con lectores cómplices en las redes, etc. Sin embargo, por lo que más ha luchado ese “profesional” es por haber trascendido de su círculo de conocidos y logrado que le lea un público, es decir, un número sustancial de desconocidos.
Frente a esa tendencia, la literatura de proximidad que defendemos en este taller va en la dirección opuesta.
En Próxima nos parece revolucionario la escritora o escritor que renuncia a la ambición de un público, y encuentra una satisfacción plena en llegar a sus lectores de proximidad. Tanto da si se trata de un principiante o de una escritora experimentada.
¿Que quiénes esos lectores? Pues aquellas personas con las tiene una relación lo suficientemente estrecha como para pararse a saludarlos si se los encontraras de viaje. Dice la antropología que ese número no supera los ciento cincuenta. El cerebro de los grandes primates (incluido el hombre) no puede procesar más de esa cantidad de relaciones personales.*
En un mundo que se mueve bajo la promesa de una difusión potencialmente ilimitada de nuestros mensajes, poner límites a la difusión es un revolucionario.
Porque de los límites sale un arte diferenciado.
En esto el arte se parece a un juego: cambiar las reglas da lugar a una expresión diferente, a una nueva modalidad.
* El famoso número de Dunbar: 150 es el límite de relaciones sociales que un humano puede tener a la vez, según Robin Dunbar y otros estudios de la biología y la antropología.
¿Qué es la cultura de proximidad?
Nos hemos inventado la etiqueta “cultura de proximidad” para nombrar con ella toda cultura que se dirige a un entorno de gente cercana, conocida, a la que se puede llegar por vías directas, sin necesidad de valerse de un mercado. ¿Qué sentido tiene ponerle una etiqueta? Pues porque nos sirve para promover unos valores y…