Existe cierta confusión sobre para qué sirve la literatura. Para aclararnos, vamos a considerarla un utensilio. Y todo utensilio sirve para lo que la gente lo use, más allá de su valor más reconocido*.
Por ejemplo: un mechero sirve para dar fuego pero también puedes usarlo de abrebotellas.

Más que tener una definición estática, una herramienta es lo que hacemos con ella: la literatura es lo que hacemos con ella.
Olvidemos pues toda convención que dicta el uso “apropiado” de la literatura. La literatura servirá para lo que la humanidad quiera usarla en cada momento.
Y hoy en día, en los talleres de escritura creativa, estamos utilizándola para algo distinto a lo establecido por las convenciones de la academia y el mercado.
En nuestra cultura general está implantada la idea de que el objetivo ideal de escribir literatura debe ser llegar a un público, conquistándolo a través de un mercado de la atención, ya sea a través de libros, Internet o premios y demás reconocimientos. Así lo tenemos aprendido en nuestros gregarios cerebros.
Sin embargo, la mayoría de las personas que participan en talleres escriben para cumplir con objetivos que no tienen que ver con ese ambicioso programa, sino con lo que aquí voy a llamar un uso social de la escritura.
En los últimos cinco años he impartido miles de horas de escritura creativa a cientos de alumnos; personas de toda América en el máster de Escritura Creativa de la USAL; gente de todas las clases sociales en Madrid, desde los usuarios de las bibliotecas públicas de Villaverde o Carabanchel a los clientes de la sede de Fuentetaja en el privilegiado barrio de Huertas, o la del centro histórico de Salamanca.
Y a lo largo de esta experiencia yo diría que se ha producido una sinergia entre las demandas que observaba en mis clases y mis principios sobre la educación y la cultura.
Sobre todo, he observado que mis alumnos aprecian que el taller sea un refugio placentero en medio de las duras obligaciones de sus jornadas. Bastantes exigencias ya tienen en sus vidas laborales y privadas como para convertir la escritura en otra carga más.
Pero lejos de ser un handicap, cuando se logra ese espacio libre de excesivas presiones sociales e individuales, aparece un escenario ideal. El placer adopta una forma muy virtuosa; la gente disfruta aprendiendo a manejar un lenguaje, el literario, que les permite satisfacer una profunda necesidad: comunicar su mundo interior al exterior; con el grupo, el colectivo.
Al taller acuden sobre todo lectores, que solemos vivir rodeados de no lectores, y encontramos en los libros una vía de comunicación con otras mentes parecidas a las nuestras.
Con los libros esa vía es unidireccional y jerarquizada: somos sus receptores sin posibilidad de réplica. En cambio, el taller se convierte en un punto de encuentro horizontal e interactivo con gente de carne y hueso que comparte nuestra singularidad. Y es muy reconfortante para un lector sentirse entre iguales, porque no suele pasarle.
Así pues el uso social de la escritura provoca beneficios individuales; en el taller, una vez liberados de las tensiones mundanas, nos sumergimos en un mundo ideal, esto es, un mundo hecho de ideas, de palabras, de cultura, de fantasía, de ensoñación, de subjetividad, de belleza, en resumen: de literatura. Y encima nos acompaña gente afín que, con el paso del tiempo, acaban convirtiéndose en compañeros y amigos.
Ahora bien, ¿qué hay del producto? ¿Qué hay del propósito tradicional de hacer buenas novelas, relatos, poemas desde el criterio más objetivo? ¿Es que despreciamos tanto al mercado y su público que no damos ningún valor de difusión a lo que escribimos?
Bueno, algunos acaban dirigiendo sus proyectos a crear libros para el mercado. La mayoría, en cambio, prefieren ser escritoras y escritores de proximidad, leídos por sus respectivos entornos, más allá del círculo del taller, pero sin necesidad de adaptarse a las demandas comerciales y culturales del momento.
* Me baso en el concepto de «affordance» y «signifier» desarrollados por Don Norman en su biblia del diseño The design of Everyday Things (1988). Norman, a su vez, se inspiró en el término “affordance” introducido por el fundador de la psicología ecológica, J.J. Gibson, en The Ecological Approach to Visual Perception, (1979).